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miércoles, 29 de julio de 2015

El viaje de mi vida

Por Jodor Jalit

Para viajar hacen falta dos cosas: tiempo y plata. Cada tanto, ambas condiciones se conjuran para darnos un momento de merecido descanso y enorme felicidad. El destino es consecuencia del capricho, del gusto, de la amistad, del amor, etc. Mi razón fue el estudio. Pero detrás había algo más, y tal vez, por eso escribí lo que sigue.

Hará una semana atrás (circa navidad de 2013) arribó un compatriota a Beirut, con quien entablamos una buena relación por compartir un pasado castrense y agudo interés por la política. Eso nos permitió entablar una relación amistosa que desde entonces hemos alimentado con paseos por Líbano, y profundas charlas sobre la situación política argentina y libanesa.

La primera actividad que realizamos juntos fue un paseo por el centro de la ciudad de Beirut. El recorrido comenzó con una visita a la Mezquita Mohammed Al-Amin y la adyacente tumba de Rafik Hariri, para continuar por la Plaza de los Mártires, el Castillo de los Cruzados, Bahía Aceituna y los hoteles Fenicia, San Jorge y Holiday Inn, el Puerto Fenicio, la Escuela de las Hermanas de Santa Ana Besançon, la iglesia católica de San Luis y la maronita de San Elías, los baños romanos, el Museo Privado de Roberto Mouawad, y la Torre Murr, para culminar en el restaurante “El Rey de la Comida” en el barrio de Hamra.

Cada lugar guarda una anécdota. De las más desopilantes son las referidas a la guerra de los hoteles. Ese momento en que los edificios más altos y lujosos del centro de Beirut se transformaron en torres de vigilancia y nidos de francotiradores. Una realidad que solo la ingenuidad de los niños que vivían en “Beirut Oeste”. Y uno de los capítulos más tristes de la Guerra Civil Libanesa, y de la historia de Líbano en general.

Tan triste tal vez, como la pérdida de un enorme baúl de historia en medio del desarrollo inmobiliario impulsado por inmobiliaria Solidere. Emprendimiento que mantiene en jaque “al centro de la capital mundial”, como lo definiera Serge Nader, operador de la playa adjunta al hotel, en referencia a los décadas doradas de Beirut.

Al día siguiente visitamos el Museo Nacional de Beirut, responsable por el resguardo de obras invaluables durante la Guerra Civil Libanesa (1975-1989). Sus paredes todavía atestiguan esa difícil tarea en las perforaciones producidas por municiones de distintos calibres. Daño que apropósito no fue reparada. Como para recordar a todos los visitantes lo cerca que se estuvo de perderlo todo.

Al término del recorrido, alguien tuvo la novedosa idea de comer en un restaurant de corte francés frente al barrio de Gemayzeh. Hazaña equivalente al desprecio cultural que representa un almuerzo en McDonald’s cuando de visita en Argentina.

Ya no éramos dos, sino tres. Y su desprecio por la comida levantina, solo era comparable con su ignorancia por la política del país. Alguien se olvidó de avisarle que estaba en Líbano, donde la comida y la política componen el menú diario. Donde ningún tema es ajeno de comentario, y el respeto por la diversidad étnica, religiosa y política son la entrada fría.

Ese viaje por Beirut pudo bien haberme matado. Un miedo que familia y amigos una y otra vez me recordaron. Aunque por el contrario, estoy convencido le dio a mi vida un nuevo respiro. Un nuevo incentivo por la adrenalina que las deambulaciones nocturnas, visitas a Dahieh, requisas militares y explosión de coche bombas me generaban. También porque parte de mi vida comenzó allí, en Líbano; de alguna manera parte de mi volvió al origen. Parte porque la otra está en Siria, y cuando este allí, la adrenalina de vivir otra vez me invadirá.

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