Cuando la ayuda perjudica (Parte 1)
La asistencia internacional a dictadores los ayuda a cavar su propia tumba.
Por mucho tiempo, las potencias apoyaron gobiernos autoritarios para alcanzar intereses estratégicos; recursos naturales, seguridad militar y/o beneficios económicos. Típicamente, la relación incluye un complejo combo de incentivos en la forma de “zanahorias”. Acuerdos y tratados bilaterales, ayuda económica y asistencia militar son sólo algunos ejemplos.
El objetivo final es asegurar la estabilidad política por medio del aumento de la productividad económica y el poder del autócrata. El dilema moral que describe este escenario enfrentó a políticos y académicos durante años en EEUU.
Mientras que los liberales critican la utilización del poder estadounidense para el fortalecimiento de dictadores que oprimen a sus pueblos, los realistas prefieren apoyar al diablo conocido. En otras palabras, “es mejor un rey pro-EEUU, que una teocracia anti-occidental”.
Ese debate, sin embargo, es inútil si no nos permite analizar la efectividad de la política. ¿El apoyo diplomático, económico y militar a dictadores asegura estabilidad política en el largo plazo? La historia de Medio Oriente indica que en varias ocasiones la asistencia causa inestabilidad.
Al recibir el apoyo del hegemón, el dictador usualmente toma distancia de las demandas sociales, no construye coaliciones integradoras y utiliza recursos represivos violentos. Arribada la crisis, los dictadores se encuentran sin respaldo político y social que pueda neutralizar a la oposición.
En ese momento, los patrones occidentales como EEUU o Reino Unido no pueden hacer más que observar como sus dictadores son derrocados por una revolución, a pesar del abundante apoyo diplomático, económico y militar.
Tres ejemplos. En 1958, un golpe popular terminó con la monarquía iraquí Hachemita, instalada y apoyada durante cuatro décadas por el Reino Unido. La Revolución Iraní de 1979 finalizó con la dinastía Pahlavi, a pesar de ser uno de los aliados más cercanos a EEUU, país del cual dependían su poder militar, confianza política y crecimiento económico. Y por último, los u$s67.000 millones recibidos desde Washington entre 1981 y 2011 no pudieron evitar que los Levantamientos Árabes concluyeran con el gobierno de Mubarak.
En todos los casos, la injerencia de las grandes potencias no pudo asegurar más de una década de estabilidad.
Hay dos razones principales por las que la ayuda a veces perjudica.
Primero, como todo político los dictadores actúan racionalmente para mantenerse en el poder. Eso significa, en gobiernos democráticos, donde las mayorías legitiman el liderazgo a través del voto, ganar la próxima elección. Debido a la ausencia de elecciones en las autocracias, el líder ajusta el tamaño de su coalición política de acuerdo a las necesidades del momento.
Segundo, los autócratas prefieren coaliciones pequeñas. En teoría, los autócratas pueden movilizar grandes coaliciones creando una relación de dependencia entre la sociedad y su régimen, dándole un sentido de pertenencia al individuo, o una razón para su permanencia: trabajo, seguridad física, favoritismo, bienestar, representación política, entre otros bienes.
Esa política tiene un costo, y es particularmente alto, porque consume importantes recursos estatales y exige responsabilidad social del líder. Por eso, el ideal práctico de los dictadores es construir coaliciones lo más pequeñas posible, porque en su lógica es más barato y fácil reprimir fuerzas sociales que ganarse su lealtad a través del intercambio y a negociación.
El mundo sin embargo está lejos de ser ideal. Dos casos ejemplares que permiten ilustrar la dificultad para armonizar axiomas dictatoriales y la asistencia internacional se encuentra en Medio Oriente: Kuwait e Irán. Entre 1930 y 1950, movimientos urbanos de oposición integrados por estudiantes, trabajadores, abogados, comerciantes y profesores desafiaron el liderazgo político con demandas de reforma democrática y justicia social.
En Kuwait, la fortalecida clase comerciante opositora hizo temblar a la dinastía Sabah a finales de la década de 1930. Mientras que en Irán, un movimiento popular nacionalista casi derrocó al Shah. En esos momentos críticos, la intervención o no de las grandes potencias desembocó en procesos políticos muy diferentes.
Londres hizo oídos sordos a los pedidos de ayuda militar y económica para reprimir a los rebeldes demócratas de Kuwait. Por entonces, el petróleo no era un recurso importante, y el emirato era considerado un territorio polvoriento en las profundas entrañas del Golfo Pérsico sin valor comercial o militar.
Ante la posibilidad de ser derrocado, el liderazgo kuwaití se encontró en la necesidad de tener que negociar con la oposición, y aprender a cooptar grupos sociales descontentos, como por ejemplo los comerciantes. Pero además, apelar a grupos minoritarios para ampliar su coalición política.
Al contrario, en Irán la conspiración anglo-americana devolvió al Shah el poder en 1953. Y luego, Washington ofreció toda la ayuda económica necesaria a Teherán transformándolo en uno de sus principales aliados frente a la Unión Soviética, reconstruyendo sus fuerzas armadas y servicios de inteligencia.
Disfrutando de los beneficios obtenidos, la monarquía Pahlavi realizó pocos esfuerzos por ganarse el apoyo de la sociedad iraní. Al mismo tiempo, se reprimió e ignoró aliados domésticos potenciales como el clero Shía, los gremios y terratenientes.
Nota: El artículo original fue publicado por el portal Foreign Affairs el día 7 de marzo de 2016.
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