Puerto de Beirut, cien años para una catástrofe
La reciente catástrofe desnuda falencias locales, dependencia exterior y la inviabilidad del proyecto sectario y colonial impuesto por Francia. Refuerza así la necesidad de un retorno del Líbano a su espacio natural.
La catástrofe del puerto de Beirut se produce al cumplirse cien años justos de la artificiosa imposición por parte de Francia del Gran Líbano.
Al margen de su inmediata secuela de muerte y destrucción en un país ya de rodillas por la crisis financiera y política que arrastra desde octubre de 2019 y los efectos igualmente devastadores de la pandemia del Covid-19, la tragedia revela en toda su crudeza la inviabilidad del proyecto sectario, racista y colonial que Francia impuso al Líbano y el Reino Unido a una Palestina sobre la que Londres injertó el Estado de Israel.
Después de la batalla de Maysaloun, de la que el 24 de julio se cumplió un siglo, las tropas del virrey francés, el general Gourad, impusieron a sangre y fuego el mini estado libanés.
Se trataba de experimentar en pequeña escala el modelo de cantonalización sectaria que Francia siempre ha ambicionado para toda Siria. También establecer un protectorado económico en torno al puerto de Beirut para que a través de unas élites locales rentistas e improductivas Francia pudiera controlar el comercio de la Siria histórica y beneficiar económica y políticamente al grupo de presión que hasta hoy se sigue conociendo en Francia como “Partido Colonial”. Un lobby que hasta la fecha sigue poniendo presidentes en el Elíseo, primeros ministros en el Hotel Matignon y cancilleres en el Quai d’Orsay.
Durante la ocupación de Siria y Líbano, Francia les impuso una Unión Aduanera. La decisión beneficiaba al puerto de Beirut en detrimento de los de Tartus y Lataquia, en Siria. Importaciones y exportaciones debían pasar necesariamente por el puerto de la capital libanesa. De ello se lucraban los intermediarios locales designados por París, autorizados a cubrir el déficit de la balanza comercial con Francia en los más abundantes y baratos francos franceses.
Los importadores sirios, mientras, debían hacerlo en las mucho más caras libras esterlinas. Por eso y una vez lograda la Independencia, Siria rompió la Unión Aduanera en 1950, lo que le permitió desarrollar una industria y un sector agrario nacional de los que Líbano siempre ha carecido, más allá de lo que ofrece la fértil Chtura.
Al tiempo, Siria pudo por fin impulsar los puertos de Tartus y Lataquia y comenzar a controlar su comercio externo, lo que hasta la crisis que arranca en 2011 le permitió ser autosuficiente y uno de los países del mundo con menor deuda externa.
Después de la ruptura de la Unión Aduanera y dadas las características de un territorio minúsculo, sin hidrocarburos y enclaustrado entre el mar y la montaña, unas élites libaneses apenas nominalmente independizadas de la Francia que las encumbró persistieron en fiarlo todo al puerto de Beirut.
Por ahí entraban los bienes para un país que hasta hoy importa casi todo lo que consume su población no emigrada. También los artículos suntuarios para los turistas europeos y del Golfo Pérsico que con sus petrodólares financiarían el tinglado. Así y hasta hoy, Líbano ha sido un Estado dependiente del puerto de Beirut en detrimento de Trípoli y de los menores de Saida y Tiro.
Coincidentemente y cada vez que el modelo se ponía en tela de juicio por libaneses con sentido de Estado o por la fuerza de las circunstancias de un Líbano que aunque algunos no lo quieran está en Oriente Medio, surgían conflictos armados que siempre se saldaban con la vuelta al statu quo legado por Francia y apoyado luego por Estados Unidos y Arabia Saudita.
Lo ocurrido en 1958 o entre 1975 y 1990 son ejemplos de ello. Los mentores de un proyecto en su beneficio económico y político siempre terminaban echándole la culpa a un sectarismo más artificial y pretendido que real en un país que como Siria es social y milenariamente multiconfesional. Tanto que ninguna de esas crisis ha logrado terminar con una cohabitación que cotidianamente desmiente el tópico racista y orientalista que ve guerras sectarias donde no las hay.
La crisis financiera que estalla en octubre de 2019 dejó al desnudo la burbuja en la que vivía Líbano. Del cambio artificial de 1500 liras por dólar se ha pasado a las 8300 de ahora.
Dramático para un país que importa todo, empezando por la electricidad que a precios preferenciales y aún a costa de su propio racionamiento energético nunca le ha dejado de vender una Siria que cuando nieva también pone sus máquinas quitanieves al servicio de un vecino que no ha logrado superar la condición de estado débil, disfuncional y dependiente.
Justamente eso es lo que ha revelado la catástrofe del puerto de Beirut.
Resulta inexcusable que durante seis años más de dos mil toneladas de nitrato de amonio se amontonaran a metros de la Plaza de los Mártires beirutí sin que nadie hiciera nada, pese a informar de ello varios funcionarios.
Más inquietante es el silencio que lo supuestos amigos del Líbano mantuvieron respecto a semejante irregularidad cuando siempre están prestos para pontificar desde Washington, Riad o París sobre cualquier minúsculo hecho de la vida del país que tutelan y, sobre todo, para señalar con interesado dedo acusador cuando se produce un crimen u otro hecho de violencia.
El día de la explosión en el puerto sus medios de comunicación estuvieron temerariamente coqueteando con ello hasta que finalmente se rindieron a la evidencia de los hechos.
La tragedia es el resultado de la realidad cotidiana de un estado fallido incapaz de proporcionar servicios básicos a su población. También de una cadena de omisiones más o menos conscientes motivadas por mezquinos cálculos económicos individuales y por estrategias políticas regionales y globales en torno al puerto y su futuro.
En los últimos meses y como respuesta a la crisis múltiple, la Alianza del 8 de Marzo del presidente Aoun, el Partido Social Nacional Sirio y Hezbollah –entre otros– apostaba porque de una vez por todas la economía del Líbano se integrara con su hinterland, con Siria y más allá.
China estaba dispuesta a invertir 12 mil millones de dólares para que el puerto de Beirut pero también el de Trípoli formaran parte de la nueva Ruta de la Seda, el gran corredor comercial para el siglo que viene.
Incluso sectores de la otra alianza política libanesa, la del 14 de Marzo en la que está representado el Movimiento Futuro del ex primer ministro Saad Hariri, habían entendido que pocas alternativas le quedaban ya al Líbano. Sobre todo porque las ayudas financieras prometidas por los patrones tradicionales del Líbano no llegaban y la banca seguía sin levantar el corralito o cepo bancario, entre otras cosas porque el 25% de sus activos en dólares son de sirios deseosos de repatriar esos fondos para financiar la reconstrucción y sortear sanciones unilaterales, como la Ley César impuesta por EE UU y la versión de la misma adoptada por la Unión Europea.
Con el puerto arrasado, el proyecto chino necesitará de mucho más tiempo y recursos para materializarse, por no hablar de la desconfianza que puede generar en Pekín un estado fallido hasta ese extremo de incompetencia.
Ante ello otra vez los defensores del statu quo impuesto desde hace un siglo se esfuerzan en presentarse como la única alternativa viable para el Líbano. De ahí que al presidente francés Macron le faltara tiempo para pavonearse por un Beirut consternado y en ruinas, tal como lo hizo su compatriota Gourard hace cien años tras la batalla de Maysaloun.
La esperanza, sin embargo, está en esos libaneses de a pie que al igual que en 1958, entre 1975 y 1990 y en 2006 durante la última invasión israelí fueron capaces de sustituir la negligente inoperancia del Estado para hacer frente a la emergencia y cuidarse unos a otros. Todo ello al margen de cualquier consideración étnica o confesional tan del gusto de los voceros de los choques de civilizaciones y otros pretextos con los que camuflar sus intereses neocoloniales.
Sólo el paso de los días y los meses dirá si por fin los libaneses asumen que lo que evidencia la catástrofe beirutí es la imposibilidad del Estado libanés de seguir viviendo de espaldas a su realidad geopolítica.
Ni “Suiza del Oriente”, ni niño mimado franco-estadounidense, ni emirato a imagen y semejanza de los del Golfo. Menos aún émulo de Israel como pretendieron los sionistas y en su día acariciaron algunos abogados locales de un Líbano al que se le exigía renegar de todo lo demás para hacer realidad una Fenicia imaginaria e imposible.
Al margen de una definición jurídica institucional que no tiene porqué ponerse en entredicho y a cien años de ser desgajado de Siria por imposición de Francia, la solución a los males el Líbano pasa por reencontrarse con su espacio natural para construir una economía productiva y complementaria de la de Siria.
Solo así el país de los cedros podrá superar una dependencia exterior que lo hace inviable económicamente, que es financieramente onerosa y recurrentemente costosa en vidas de libaneses de toda etnia y confesión.
Pablo Sapag M. es profesor-investigador y analista de medios de comunicación internacionales de la Universidad Complutense de Madrid, y autor de “Siria en perspectiva” (Ediciones Complutense).
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