La hipocresía frente a la intervención
La intervención internacional en el Mundo Árabe es una constante en la modernidad, y ha sido una actividad ubicua a partir de la desintegración del Imperio Otomano. El repudio contra las acciones intervencionistas sin embargo ha sido selectivo, transformando a sus cómplices locales en orejeros del imperialismo.
El fenómeno de la intervención internacional es relativamente nuevo, porque la construcción de Estados-nación es también una ocurrencia novedosa. Con esto no quiero negar las expansiones y contracciones de los imperios. En todo caso quiero separar la Era de los Imperios de la Era de los Estados.
La Era de los Estados comienza a mediados del S. XIX con la expansión de los Estado-nación y desaparición de los imperios europeos. No casualmente se llamó el “Enfermo de Europa” al Imperio Otomano, en referencia a su creciente disfuncionalidad y desintegración.
Esa atomización del Imperio Otomano fue producto de la decisión y esfuerzo conjunto de Reino Unido, Francia y Rusia. Y si bien la autoridad turca no inspira sentimientos de nostalgia en el Mundo Árabe, su desaparición significó la división del pueblo árabe en Estados-nación.
Las intenciones europeas fueron denunciadas por la revista Pravda tras el derrocamiento del Tsar Nicolas II en 1917, confirmadas en el Acuerdo Sykes-Picot y ajustadas en la Conferencia de San Remo tras el final de la II Guerra Mundial. Ese convenio sentó as fronteras de las naciones del Máshreq en el Mandato para Palestina y Mandato para Siria y Líbano.
A partir de entonces, la intervención de potencias occidentales en la vida política de los estados del Máshreq es persistente. Intervención que comenzó con el establecimiento de fronteras, y continuó en el período de pos-guerra, a través de la selección de autoridades políticas y división de la región a lo largo de las fronteras ideológicas impuestas al sistema internacional por EEUU y Rusia.
En la actualidad, la intervención militar de países occidentales en el Máshreq es la herramienta para expropiar a las sociedades del derecho a conducir su propio gobierno. Así, y con el objeto de exportar una vida democrática, vimos el sometimiento por las armas de Iraq en 2003 y de Siria en 2011.
En ambas ocasiones se rechazó la intervención de EEUU, específicamente, y el acompañamiento de Europa, en general, por las razones encubiertas y egoístas propias de cualquier Estado con ambiciones imperiales. Rusia no escapa a dicha lógica, y aunque su intervención sea funcional a la permanencia de Bashar Al Asad en el poder, su presencia militar no dejar de ser por beneficio propio.
El beneficio ruso puede encontrarse en muchas formas, desde acceso al único puerto en aguas calientes hasta el aumento relativo de su poder y presencia en el escenario internacional. Pero incluso cuando estos objetivos sean funcionales a la vida política de Siria, la acción de Rusia no deja de ser una intervención militar.
A la intervención internacional hay que rechazarla o aceptarla. Las tintas medias exigen la creación de categorías confusas. No se puede aceptar la intervención rusa y rechazar la estadounidense, y entrar en la hipocresía de avalar solo aquello que está en línea con un interés personal.
Celebrar la intervención rusa como una acción benevolente de Putín es pecar de ingenuo, y abrir la puerta a una mayor presencia militar extranjera en suelo sirio. Esta acción rusa, al igual que la estadounidense, limita el pleno ejercicio del derecho de autodeterminación y somete al pueblo sirio a un mayor nivel de violencia y destrucción. Es esa una razón suficiente para rechazar cualquier intervención internacional.
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