Mundial 2022: La casa siempre gana
El mundial de Fútbol ya tiene un ganador y no es Qatar, tampoco el mundo árabe. Ni siquiera se trata de las 32 selecciones nacionales que participan en la competencia.
Acaba de empezar y todavía queda mucho tiempo para que ruede el balón, pero el Mundial de Fútbol ya tiene un ganador absoluto. Sin embargo, no es ninguna de las 32 selecciones nacionales que participan en la competencia. Tampoco el mundo árabe, ni los árabes, como cínicamente han pretendido algunos. Menos aún, claro está, el que ya es un perdedor sin vuelta: Qatar, país anfitrión del torneo.
Cuando el minúsculo estado del Golfo, que hasta hace poco era una antigua colonia británica, apostó por la organización de la justa, sus intenciones eran más que evidentes. Bañado en plata del petróleo y el gas, la autocracia que gobierna allí quería expandir su poder blando para hacer avanzar su agenda radical en la región. Una hoja de ruta con la que pretendía sustituir el nacionalismo panárabe (impulsado por los sirios Aflaq y Bitar) por un nuevo panarabismo islamizado promovido a través de la versión en árabe de su largo brazo mediático, el canal de televisión satelital Al-Jazeera; en el cual, el ahora difunto agitador islamista Yusuf Al Qaradawi abogaba por la desestabilización de los sistemas políticos árabes en el marco de aquello que se dio en llamar "primavera árabe". En realidad, un intento más de la Hermandad Musulmana por controlar la región para imponer en ella su proyecto radical, todo en perfecta coordinación y con el visto bueno del Occidente colectivo, entusiasta defensor del “divide y vencerás” para seguir explotando la región y protegiendo a su representante, la entidad sionista israelí por ellos mismos creada.
Pero al carecer de recursos demográficos propios para lograr sus ambiciosos objetivos geopolíticos, por no mencionar la ausencia de credenciales culturales propias y de fuste, Qatar terminó dependiendo exclusivamente de un poder blando indirecto o de segunda mano, lo que significaba seducir al Occidente colectivo y complacer sus demandas y caprichos. El deporte entendido como un lucrativo negocio es uno de sus fetiches favoritos. Qatar no tiene nada que ver con lo primero, pero sí mucho con lo segundo. Es por eso que su candidatura triunfó a pesar de la ausencia de cualquier tradición futbolística, las condiciones climáticas y otros factores que en ese momento no parecieron relevantes para esos occidentales codiciosos que gobiernan la FIFA y muchos gobiernos que ahora se revuelven contra Qatar. Las condiciones laborales y otros negros antecedentes qataríes en materia de derechos humanos ya eran bien conocidos, por ejemplo, la condición de súbditos de segunda clase de las mujeres qataríes, mucho peor todavía cuando de mujeres inmigrantes se trata.
Tampoco era un secreto su implicación en la desestabilización de Siria, donde miles de personas fueron asesinadas en nombre de un proyecto totalitario visado y camuflado por casi todo el Occidente colectivo bajo el ahora macabro nombre de “Primavera Árabe”. Pero como nadie objetaba esa colusión entre el régimen de Qatar y los occidentales, Doha se frotó las manos soñando con convertirse en una potencia regional respetable a pesar de su falta de méritos en tantos campos, desde el deportivo hasta el de los derechos humanos.
Pero a medida que se acercaba el torneo, el Occidente colectivo se volvió cada vez más entrometido y quisquilloso con su otrora intocable aliado. La larga década desde que Qatar adquirió el privilegio de organizar la Copa del Mundo ha transformado la tradicional hipocresía occidental en una mercancía tan rentable como el deporte mismo, si no más. Una falsedad de dos caras. Los mismos que se resistían a hablar en contra de Qatar ahora lo condenan abiertamente. Cuando se ven atrapados en esta flagrante contradicción, no dudan en jugar la carta del remordimiento, que es otra mercancía en el Occidente actual.
Siendo perfectamente conscientes de que nadie recibirá compensación por sus acciones pasadas, algunos de estos cínicos asumen solemnemente la culpa en nombre de Europa, Occidente, los hombres blancos o cualquier otro responsable de ocasión. Y para más, aquellos fariseos y sinvergüenzas que derraman lágrimas de cocodrilo se hacen pasar por víctimas. Lo hacen diciendo que son árabes, africanos, inmigrantes, trabajadores explotados o miembros de una minoría sexual o étnica. Ambas opciones, la del justiciero moral y la del que supuestamente empatiza con las víctimas, son muy rentables en la feria de las vanidades occidentales.
Hablar en nombre de las víctimas o fingir que se sienten como ellas garantiza una gran atención de los medios, respetabilidad y muchas oportunidades para monetizar. Al hacerlo y al mejor estilo occidental, no les importa usar generalizaciones y meter a todos en el mismo saco. Por eso estos días los árabes hemos tenido que leer y escuchar que este sería un Mundial árabe, disputado en un ambiente árabe y según el modo de vida árabe, cuando, sin embargo, apenas refleja la realidad. Todo eso mientras mecánicamente equiparan árabe con musulmán y confunden el código de vestimenta qatarí con un pretendido atuendo árabe universal; u olvidan, porque no lo saben, que la prohibición total de consumo de alcohol que rige en Qatar es sencillamente desconocida en algunas de las sofisticadas sociedades multiconfesionales que se expresan en árabe, sobre todo las de Bilad al Cham (la Siria Natural).
Por eso Doha tiene más que ver con los impersonales rascacielos de la Gran Manzana de Nueva York, la Défense de París o la City de Londres que con Alepo, Homs Damasco, El Cairo, Alejandría, Ammán, Trípoli, Bagdad, Quds (Jerusalén), Túnez o Argel, por citar algunas auténticas ciudades árabes, donde se puede saborear y vivir la civilización árabe de primera mano y no en un parque temático al más puro estilo Disney.
El Occidente colectivo está utilizando la Copa del Mundo para enfatizar su arraigado prejuicio orientalista contra los árabes, una caricatura xenófoba tan bien diseccionada por Edward Said en su libro “Orientalismo”.
Al final, Qatar, que necesitaba prestigio y no dinero, no lo está consiguiendo mientras que el Occidente colectivo se está aprovechando de la ingenua apuesta qatarí para sacar todo el dinero posible del Emirato y renovar su arraigada arabofobia. En resumen: lo de siempre. Un “más de lo mismo” en el que el ganador se lo lleva todo.
Pablo Sapag M. es investigador y Profesor Titular de Historia de la Propaganda, de la Universidad Complutense de Madrid. Es colaborador del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile y académico en distintas casas de estudios de Chile, Reino Unido y Grecia. Es autor de “Siria en perspectiva” (Ediciones Complutense). Nota publicada en Al Mayadeen.
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